Los reúne el placer por la lentitud, en realidad, sostienen que vivir
rápidamente no es vida y que el reloj no es quien marca lo que hacemos.
En los mismos 60 segundos el hombre ha logrado hacer muchísimas más cosas de las
que lograba antes. La sociedad, para qué negarlo, le rinde culto a la velocidad
y ésta es ventaja competitiva de productos tecnológicos. Podrá ser bueno, pero
si es más veloz, mejor.
Pues bien, el Slow brega por lo contrario. El médico estadounidense Larry Dossey,
recoge el periódico catalán La Vanguardia, llama "enfermedad del tiempo" a la
gente estresada y angustiada que siente todo el tiempo que la vida se le escapa
de las manos; personas que sienten que no están viviendo cada vez que paran.
En una canción, la canadiense Alanis Morissette se queja ante sus padres
diciéndoles que "parar no es morirse", y acaso sufrió algo de lo que denuncian
los Slow.
El movimiento se conocía en la gastronomía, cuando candorosos restaurantes
empezaron a privilegiar la cocina "home made", que respetara, como en casa, los
tiempos de cocción y preparación "reales".
El estrés, sostienen, es hijo de la dictadura de la velocidad, y por eso cunde
en los países más desarrollados. Surgieron para combatirlo a finales de los
ochenta, cuando varias voces pedían calma ante los vertiginosos tiempos del auge
de la cocaína y las discos.
Saborear los placeres que ofrece la vida no es fácil en el mundo veloz, esa es
la regla de oro. Ser concientes de la propia vida es la meta. Slow quiere decir
"despacio" y así es como se debe, aconsejan, tomar la vida: a paso lento.
El periodista canadiense Carl Honoré escribió Elogio de la lentitud , donde
resume las máximas de estos precursores de la nueva vida sana. La lentitud no es
vivir como perezosos colgados de la palmera, sino procurar un equilibrio.
Tal su palabra clave.
Se trata de actuar rápido cuando hay que hacerlo y de ser lento cuando más
conviene. Sobre todo, quitar todo lo veloz para cuestiones humanas y perder la
sensación de impotencia ante el ritmo de la propia vida, es decir, tomar el
timón de los tiempos propios.
Se ha visto a menudo un auto pasar a otro a velocidad inusitada: "¿Adónde vas, a
buscar a la partera?". Pues bien, ya es de pueblo, pues la mayoría de los
automovilistas conducen como si la urgencia fuera la ley. Tocar bocina no bien
asoma el amarillo del semáforo o siendo el segundo auto de la fila del peaje son
típicas muestras de ansiedad.
Hacer dos o tres cosas al mismo tiempo también es logro de eficiencia personal
hoy día. Los Slow quieren refutarlo.
Desacelerarse fue la bandera del también periodista, el italiano Carlo Petrini,
fundador de Slow Food (comida lenta), que ya tiene cientos de miles de
seguidores en varios países del mundo.
Así como se come lento para saborear mejor los alimentos, se debiera tener sexo
más lento para saborear mejor al amante, o leer sin la premura de comer
palabras. Repiten: por qué apurarse al comer como si fuese una pérdida de
tiempo.
Petrini afirma: "Estamos esclavizados por la velocidad y todos hemos sucumbido a
su virus. Luchamos por el derecho a establecer nuestros propios tiempos".
Por suerte para algunos, ya están las Slow Cities, como la italianísima Bra, de
15.000 habitantes, cuyo manifiesto tiene 55 promesas: reducir el ruido y el
tráfico, aumentar zonas verdes y peatonales, apoyar a agricultores,
comerciantes, mercados y restaurantes para que vendan sus productos. Parece
mentira que deba reglarse acerca de eso, pues se supone que está en todas las
sociedades, pero no, no es tan así.
Las metrópolis aceleraron sus ritmos a pesar de sus ciudadanos. Y resistencias
al Slow hay muchas. Quienes están contentos dicen que mejoraron la calidad de
vida porque tienen tiempo para trabajar, reflexionar, pasear, y recuperaron el
comprar productos artesanales, el circular a 60 kilómetros por hora, o bajando
un poco el volumen. Parece que tan mal no cayó porque lo adoptaron ya 32
ciudades italianas.
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