Por Jorge Vogelsanger, IBLNEWS-Dpa Cada vez que el tren hace
una parada, los que entran son estudiados con ojos de rayos X por los pasajeros.
Pero sólo de reojo, para no llamar la atención. Hoy, seis días después de la
matanza terrorista de Madrid, las mochilas siguen perturbando a los viajeros.
"Bueno, son sólo estudiantes que van al colegio. Seguro
que no llevan escondida ninguna bomba", es la reflexión que se adivina en
las miradas de la gente.
De pronto, el tren se detiene, en medio de la nada. Un murmullo de sobresalto
recorre los vagones. En sí, es algo normal y cotidiano que el convoy se pare,
por ejemplo cuando el tren anterior no ha abandonado la estación.
Pero desde el 11 de marzo ya nada es como antes en la red de cercanías de
Madrid. Y a los cerca de un millón de personas que utilizan este servicio a
diario el trauma los perseguirá todavía por mucho tiempo.
Un gesto, algún pequeño detalle, muchas veces son suficientes para que los ojos
se llenen de lágrimas. Como el crespón negro que el señor de enfrente lleva en
señal de luto. O como un anuncio de la empresa estatal de trenes Renfe que
publicaban hoy los diarios:
"Gracias por vuestra ayuda, por vuestras lágrimas, por vuestra solidaridad,
por estar a nuestro lado y al lado de todas las víctimas del horror. Gracias a
todos de corazón", rezaba.
Mientras el tren continúa su camino, en el mismo periódico la mirada se fija en
la lista de los 182 muertos ya identificados. La mayor, Alicia, tenía 63 años.
La menor se llamaba Patricia, era de Polonia y apenas tenía siete meses.
Aunque eso no es del todo correcto: en el listado, donde pone "edad", aparece
también la palabra "feto". Era un bebé que nunca llegó a nacer. A Anabel, su
madre, la muerte la sorprendió con 29 años.
La línea C-7 recorre la "ruta de la muerte" del 11 de marzo: Estación de Atocha
y Calle Téllez: 98 muertos. Estación de Santa Eugenia: 16 muertos. Estación de
El Pozo del Tío Raimundo: 67 muertos. Muchos evitan este trayecto. Se bajan del
tren y optan por el metro. "¿Te imaginas que esto hubiera ocurrido en el
metro?", comenta alguien.
Cuando las puertas del tren por fin se abren, el alivio en muchas caras es
evidente. "¡Uff!", dice una señora colombiana. "No tengo otra que tomar este
tren, porque es la única forma de llegar a mi trabajo", agrega esta empleada
del hogar, residente en uno de los barrios periféricos de la capital.
Pero en Atocha, Santa Eugenia y El Pozo los viajeros rápidamente son
confrontados con la realidad: cirios, flores y papeles con mensajes de aliento y
pésame recuerdan a las víctimas. "Nunca os olvidaremos", ha escrito
alguien. "Paz" es una de las palabras más citadas.
Similar es el aspecto que presenta la última estación, Alcalá de Henares. 26 de
los muertos eran de esta ciudad al este de Madrid, cuna del más insigne de los
escritores españoles, el autor de "El Quijote" Miguel de Cervantes. El luto allí
es triste realidad, nada que ver con una novela de caballería.
En Madrid se tiene la sensación de que cada uno tiene su particular experiencia
con el 11-M. O que al menos conoce por amigos de alguna tragedia terrible
relacionada con los atentados. "Si no me llego a retrasar, me hubiese
pillado", es uno de los comentarios frecuentes.
En la panadería, la empleada cuenta del obrero de la construcción de la acera de
enfrente, muerto en la masacre. "Todas las mañanas venía por un bocadillo",
recuerda.
Otros vivieron la tragedia en el trabajo. "Una de nuestras profesoras murió",
cuenta una chica. "Tenía 38 años y dos niños de cuatro y siete", agrega.
"Y lo más trágico es que ese día cogió el tren sólo porque creía tener una cita
en el médico. Pero la cita era al día siguiente". Era uno de los "trenes
de la muerte" que nunca llegaron a su destino.
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