Por Alex Fernández Muerza (Consumer.es) - En un sentido amplio se
entiende por fraude en ciencia las desviaciones de la buena práctica científica,
ya sea por una falsa presentación de los resultados de una investigación o por
el plagio o el mal uso de otros trabajos. Algunos expertos como Francisco García
Olmedo, catedrático de Bioquímica y Biología molecular de la Universidad
Politécnica de Madrid, reconocen que existe todavía un problema de definición,
lo que dificulta su control.
A pesar de que la comunidad científica suele considerar que los casos de fraude
son mínimos, estudios como el del escritor científico William J. Broad y
Nicolas Wade del diario ‘The New York Times’ o el de los
investigadores de la Universidad de Montreal Serge Lariveé y María Baruffaldi
apuntan a una práctica más común de lo que acaba finalmente por conocerse.
Según Rosa Sancho, del Centro de Información y Documentación Científica,
si bien es cierto que el número de incidentes confirmados es muy bajo comparado
con la actividad científica total, la frecuencia puede ser mayor de la que se
detecta. Esta autora distingue entre fraudes graves y menores, y entre los
primeros indica como los más frecuentes la falsificación de datos, seguido de la
fabricación de datos y el plagio. Entre los fraudes menores, destaca la autoría
ficticia de un trabajo o el aprovechamiento excesivo de un trabajo propio, como
el auto-plagio, la división de una publicación en varias o el inflado de los
trabajos.
En cuanto a las especialidades científicas, las ciencias biomédicas y
relacionadas, como la farmacología, podrían ser más susceptibles al fraude
debido, en opinión de Sancho, a las características particulares de estas
disciplinas, donde un mismo procedimiento en organismos similares puede dar
resultados distintos. “Además, las enormes cantidades de dinero que mueve la
industria farmacéutica pueden dar pie con mayor facilidad a irregularidades”,
alega.
Otro problema a tener en cuenta es el de los conflictos de intereses, es decir,
cuando existen intereses del científico, de tipo económico o personal, que
pueden poner en duda su actuación. Según el médico Jordi Camí, mientras
en España no existe tradición de comités para remediar estos conflictos, en
Estados Unidos y en algunos países de Europa, las diversas organizaciones e
instituciones científicas cuentan con instrumentos, fundamentalmente internos y
entre colegas, que exigen la declaración pública de actuales y potenciales
intereses económicos. El Servicio de Salud Pública norteamericano calcula
que cada año unos 20.000 investigadores - cerca de la mitad de los que reciben
ayudas de esta institución - tienen que declarar algún conflicto de intereses El
Servicio de Salud Pública norteamericano calcula que cada año unos 20.000
investigadores tienen que declarar algún conflicto de intereses , aunque sólo se
encuentran unos 200 casos en los que el conflicto realmente existe.
Por su parte, la Fundación Nacional de Ciencia de este país estima que
sólo el 23% de los 10.000 investigadores que financia tendrán que efectuar
alguna declaración, de los cuales un número insignificante llega a ser
conflictivo, si bien también es cierto que en este caso se trata de
investigaciones menos problemáticas.
Los periodistas tampoco se escaparían de la práctica de acciones fraudulentas,
en este caso para publicar ciertas informaciones que podrían favorecer los
intereses de una compañía o institución, por medio de regalos, gratificaciones e
incluso sobornos. Este tipo de prácticas llevó, por ejemplo, en 1960, a la
Asociación Nacional de Escritores de Ciencia de Estados Unidos a la adopción de
varias resoluciones para tratar de evitarlo.
Asimismo, otro tipo de fraude, esta vez involuntario, es la negligencia
científica, que suele estar relacionada con la presentación prematura y en
ocasiones incluso sensacionalista de unos resultados que no han pasado todavía
los sistemas de control científicos. Y no se pueden olvidar las denominadas “pseudociencias”,
que sin poseer un fundamento científico pretenden ofrecer resultados objetivos,
como la astrología, las llamadas “medicinas alternativas” y tantas otras
supercherías que se aprovechan de la ignorancia de las personas para conseguir
grandes beneficios económicos.
Algunos fraudes famosos
La historia guarda en su memoria una gran variedad de fraudes científicos. En
algunos casos se debe a la invención de pruebas científicas. Tras dar a conocer
Charles Darwin en 1859 su famosa teoría de la evolución, un geólogo
aficionado, Charles Dawson, presentó un cráneo del que aseguraba que era
“el eslabón perdido entre el simio y el hombre”. Sin embargo, se
descubrió más tarde que el “Hombre de Piltdown”, como se le llegó a
conocer al haber sido encontrado supuestamente en dicha zona de Inglaterra, no
era más que un cráneo humano actual pulido hasta haberle dado una forma
simiesca. A mediados del siglo XIX, un grupo de científicos aseguró que había
descubierto la materia que dio origen a la vida, una sustancia viscosa extraída
en aguas irlandesas, cuando se trataba en realidad de una mezcla de barro y
alcohol.
Pero los fraudes pueden ser en ocasiones mucho más peligrosos, sobre todo cuando
se pone en peligro la salud de las personas. En 1998, un grupo de científicos
anunciaron en Londres que un estudio que habían publicado en una importante
revista científica, The Lancet, relacionaba la vacuna tripe viral (sarampión,
parotiditis y rubéola) con la presentación de los síntomas de autismo, lo que
produjo una caída en el número de niños vacunados, con el evidente peligro que
ello suponía. Sin embargo, posteriormente se descubrió que el investigador
principal había recibido una importante suma de dinero de una asociación de
niños con autismo, que podría utilizar dicho estudio como prueba en un juicio
contra la compañía productora de dicho fármaco.
En ocasiones, las publicaciones científicas también ponen en evidencia los
‘rigurosos sistemas de control y calidad científica’. En este sentido, se
tiene constancia de diversos casos, como el del físico Jan Hendrik, que
con 32 años publicó 80 artículos en dos de la revistas más prestigiosas, Science
y Nature, y del que se comprobó que había inventado o alterado datos, o el de
los investigadores del centro Max Delbrück de Medicina Molecular de Berlín
Friedhelm Herrmann y Marion Brach, de los que se demostró que habían
manipulado y falseado datos en al menos 94 artículos. Para dejar en evidencia
que el control de las revistas científicas no es tan bueno como se cree, Alan
Sokal, profesor de física de la Universidad de Nueva York, logró publicar en
1996, en la revista Social Text, un texto inventado y sin sentido.
A pesar de ello, los controles suelen funcionar y hay quien trata de saltárselos
y dar así a conocer a la opinión pública unos supuestos descubrimientos, como el
caso de la conocida como “fusión fría”. En 1989, los investigadores Stanley
Pons y Martin Fleischmann anunciaban ante los medios de comunicación la
invención de un sistema sencillo, barato y limpio de producir energía nuclear
sin haberlo publicado en una revista científica, por el supuesto miedo a perder
la exclusividad del invento. Sin embargo, tras el paso de los meses, ningún otro
científico del mundo logró reproducir los resultados de Pons y Fleischmann.
En España también se tienen constancia de algunos fraudes, o cuando menos, de
flagrantes fallos en los sistemas de control de las publicaciones científicas.
Antonio Arnaiz Villena, jefe de inmunología del Hospital Doce de Octubre de
Madrid, publicó en la revista “Human Immunology” un artículo, que fue
retirado poco después por el editor, en el que supuestamente demostraba que los
palestinos tienen una fuerte correspondencia genética con los judíos y otros
pueblos de Oriente Medio
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